La ética no es una vacuna
Tratar de sembrar la ética como bandera en el gobierno es una iniciativa que merece el apoyo de todos.
Sin embargo, no basta con ofrecer cursos, seminarios, diplomados y otras capacitaciones para inculcar principios éticos en la gente.
No se trata de una vacuna. La ética es una convicción que se forma en el contexto familiar, societal, crece con la persona, se arraiga al ritmo de las buenas prácticas y de la estela experiencial proveniente de la vida misma.
Como señal y compromiso público está muy bien que el presidente pidiera la renuncia a quienes no estén dispuestos a asumir un comportamiento ético y ser transparentes en la gestión de la cosa pública.
Nadie atenderá ese llamado por cuanto ningún corrupto experimentado o emergente es tan tonto como para clavarse el cuchillo admitiendo que no encaja en el nuevo modelo de gobierno.
Quienes han llegado a la administración pública -incluso sacrificando posiciones privadas seguras y bien remuneradas- y tienen la intención de dar manotazos para crear patrimonios al vapor, simplemente se recogerán ante la advertencia presidencial, reducirán la velocidad de su agenda y ejercerán la creatividad para interponer velos que solapen sus mañas.
El perro huevero siempre ejercerá como tal aunque le quemen mil veces el hocico.
El presidente debe prepararse para sufrir disgustos, frustraciones, tomar decisiones dolorosas -quizás hasta contra allegados-, porque en verdad la fiebre no está en la sábana.
El cambio de fondo que se requiere para establecer una base ética y transparente en la gestión pública realmente es en la política, para desde ella impactar en los estamentos del Estado. Todo debería empezar por no recibir fondos sucios, provenientes de la corrupción, durante las campañas.
El principio del mal es aceptar favores para luego tener que pagarlos con impunidad o subyugando las facultades de las instituciones públicas a la agenda ilícita de terceros.
El otro gran error es poner cargos de alta relevancia, a veces muy técnicos, en manos de personas que no son idóneas, como compensación por el trabajo político.
Un sistema de consecuencias, sepultar el clientelismo e impulsar la meritocracia son condicionantes esenciales para lograr un gobierno ético. El resto solo es buena intención y hasta candidez.