El general y la pastora: atrapados en su propio laberinto de maldad
La fortuna es una dama veleidosa, una criatura caprichosa que gusta elevar a los seres humanos para dejarlos luego caer y retirarles su favor. El general Adam Cáceres se creyó un ungido de la fortuna, un elegido de los dioses que lo llevaron, por medio del acceso al poder político, a crear una acumulación de bienes que rayaba en lo demencial. Mientras más acumulaba, más deseaba. No se daba cuenta, en su acumulación patológica, que esa misma ambición se convertiría en el elemento de su propia destrucción.
La ambición por lo material es un demonio que corroe el alma y que teje la madeja de la destrucción a aquellos que se dejan seducir por ella. El general Cáceres, en su enfermiza vanidad, se creyó invulnerable, protegido por un círculo de poder que creyó inalcanzable por la justicia, pero que resultó ser quebradizo y frágil, ya que mientras más exhibía su fortuna, mientras más alto era su ascenso, más estrepitosa sería su caída como en efecto lo ha sido.
Este pueblo está hambriento no de venganza, sino de justicia. Y esa justicia se la está dando un Ministerio Público que, a diferencia del anterior, no es una marioneta manejada por el presidente de la república, sino por los dictados de la Constitución. El general Cáceres, como muchos de sus contertulios de armas, no ve vio nunca en su fuero interno como un protector del pueblo, sino como miembro de una élite, de una casta con licencia para violar a sus anchas los principios de la ética, la equidad y la justicia. La historia le tiene reservado ya su puesto como uno de los generales de más alto rango en ser procesado y acusado de serias violaciones a la ley, de haber tejido pacientemente, y en secreto, un entramado de corrupción que apenas empieza a ser revelado. La magnitud de este entramado es tan grande que algunos analistas y comentaristas afirman, con sobrada razón, que le tomará a la justicia muchos años para destruirlo y sembrar una nueva moral de transparencia en la administración pública.
La pastora Rossy Gusmán, por otro lado, formó junto con el generala Adam Cáceres el binomio inicuo que hoy empieza a ser blanco del escarnio popular. Al contrario de Jesucristo, que, de acuerdo a las Sagradas Escrituras, resistió con entereza las tentaciones del demonio, quien intentó seducirlo con bienes materiales y poder político, la pastora Rossy Gusmán se entregó a ese demonio que ella no supo enfrentar y a cuyas tentaciones sucumbió. Su evangelio se convirtió en el evangelio del engaño y de la decepción. No se convirtió, como el Cristo, en un instrumento de ayuda a los más necesitados, sino en una versión femenina del rey Midas, quien tenía la milagrosa virtud de convertir en oro todo lo que tocaba. Una auditoría visual hacía sospechar que detrás del meteórico ascenso de la pastora y el general había algo podrido e inmoral. Los hechos empiezan a confirmar esta sospecha.
Jenny Berenice Reynoso, Wilson Camacho y la Procuradora Miriam Germán Brito se enfrentan a una lucha sin cuartel contra fuerzas oscuras constituidas por militares y gente enquistada en la administración pública que se han convencido, erróneamente, de que el estado les pertenece por derecho de rango y clase, de que no hay límites ni fuerza que los detenga en sus propósitos malévolos de satisfacer su ambición desmedida. Por eso el pueblo debe unirse a los esfuerzos de estos tres colosos que luchan a brazo partido por terminar una cultura de desfalco al estado que ha existido desde los tiempos de Trujillo hasta el presente.
La pastora ha de estarse preguntando por qué el señor le ha retirado su favor. Ha de estar pronunciando aquellas palabras que pronunció Jesucristo en la cruz: "Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?"
Pero el señor no ha abandonado a la pastora. Simplemente ha visto la iniquidad de su alma. Y se ha puesto del lado de los justos.